POR PEPE FUERTES –
18 Mayo, 2017


Entre los muchos comentarios que de siempre ha provocado Raphael, hay uno clásico:

-Me gusta escucharlo, pero no verlo.

Y ahí empieza un gran error de cálculo con Raphael. Opinan así después de verlo en la tele. Y Raphael no cabe en la tele. La tele es pequeña para un artista tan grande, no abarca toda su dimensión, no logra más que insinuarlo, da una mínima predicción de lo que hace en directo. La tele no es más que el boceto de Raphael, su esbozo, un simple indicio. De alguna manera, la tele “fracasa” con Raphael. No en audiencias, claro, siempre millonarias, sino en la incapacidad natural de un medio para ofrecer por completo el denso contenido artístico del intérprete. Y eso considerando que el cantante se las sabe todas ante las cámaras: las encara, las desafía, las intimida, las seduce y enamora. Lo quieren las cámaras hasta el difícil extremo de entenderse con ellas como si fuera el propio realizador de sus planos, como si los decidiera y ordenara él mismo al instante del cambio de una determinada expresión o gesto, el giro a que obligan los versos a golpe de un estribillo. Canta en televisión como si estuviera sentado en la mesa de control. Yo no he visto eso con nadie más que con Raphael. Alucinante, con lo complicada y fría que básicamente es la tele. Con lo decepcionantes que suelen ser los platós en la realidad, respecto de cómo los vemos desde casa. Además cuida, con el escrúpulo del perfeccionista, la disposición de las cámaras, la iluminación, su maquillaje, etc. Pero ni por todo eso llega a hacerse con el mando completo.

El teatro es el que por entero contiene a Raphael en “esa parcela de alquiler” que es su escenario. El teatro lo hace suyo como si lo hubiera esperado desde tiempos inmemoriales, antes incluso de que naciera. Uno y otro son las dos partes de una misma naturaleza. Lo que realmente quedará de Raphael serán sus conciertos, sus maratonianos conciertos en vivo. Tres horas, imparable, sin descanso y sin desmayo. Incluso in crescendo, como si poseyera una extraña y asombrosa capacidad física y vocal al revés, como si su resistencia aumentara en proporción inversa a la duración de su entrega total, como si estuviera dotado de una fortaleza desconcertante que hiciera la trayectoria de una espiral inagotable. Parece el insensato apostante del casino que cuando lo lleva ganado todo durante la noche, aún arriesga a última hora su fortuna conseguida a un solo número. Tiene la valentía de los inconscientes y la inconsciencia de los valientes. Cuando Raphael está acabando un concierto, es cuando más parece que lo está empezando, cuando más se siente un principiante que tuviera las manos vacías y ávidas de recoger aplausos, uno nuevo en esta plaza cruel y difícil de la música, un recién llegado que aún ensaya en la academia del maestro Gordillo, un debutante que busca triunfar en Benidorm, un aspirante que enfrentara ahora la prueba para grabar su primer disco con Philips. Es el momento conmovedor en el que un artista que lo ha sido y lo es todo, se siente más aprendiz que nunca.

Raphael vuelve a Fibes los próximos días 25, 26 y 27 de este mayo. Pasa por Sevilla (fiel a su promesa de estar todos los años en nuestra ciudad) con su gira “Loco por cantar”. El título no es tan original como cabría suponer. En realidad, parece aflorar ahora a la superficie de sus carteles un título que siempre estuvo, un estado anímico de apasionado por su profesión que hunde sus raíces desde los comienzos de su larga carrera de más de cincuenta y cinco años. Presentará en directo las canciones de su último álbum, “Infinitos bailes”, que aspiran al honor difícil de sumarse a las mejores de su amplio repertorio, las que el artista llama “las joyas de la corona”.

Mi larga experiencia asistiendo a conciertos de Raphael me ha hecho constatar, una y otra vez, que siempre acaba dándose la misma reacción entre quienes cesan en su rechazo inicial al cantante y acuden finalmente a verlo:

-Es que yo no me podía imaginar que Raphael era esto, es increíble.

Lo que llega a verse con Raphael sólo es posible con él y se lo va a llevar un día con él. No se conformen con escucharlo. Siquiera una vez en la vida deberían contemplar con sus propios ojos un fenómeno artístico irrepetible. Hay además con Raphael un singular aroma auténtico de cuanto significa el mundo del espectáculo más genuino, en estado puro, imposible de ser transmitido por las cámaras de televisión. Pretenderlo sería tan inútil como perseguir que con imágenes de Sevilla se oliera el azahar. El telón, los bastidores, las candilejas, los focos, las bambalinas, la orquesta, las butacas… todo sabe a espectáculo como no sabe con nadie, todo constituye un ambiente de elementos que parecieran sentir en sus conciertos el regocijo incomparable de recibir a alguien que nació, como pocos, para respirar en los escenarios, como si hallaran con su presencia su sentido más pleno, una de las mayores razones de ser de la escena más internacional. Si no captaran de qué estoy hablando, ya lo entenderán con Raphael en persona.

Un día de no sé qué tiempo ni época venidera, se pretenderá explicar el caso extraordinario de un artista que existió realmente. Habrán de investigar en el Museo de Raphael, en Linares, como si rastrearan las pinturas rupestres de Altamira. Y el mundo de la escena internacional lo tendrá para siempre como una figura gigantesca y en extinción, fuera ya toda posibilidad de reinventarlo con alguien semejante, como después de que los dinosaurios dominaran la tierra.